Una mañana en las ventas informales

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Foto: LAUD

Me levanté ese sábado muy a las seis de la mañana y debo confesar que pocas ganas tenía de hacerlo, no quería dejar mis cobijas calientes de lado para salir a la incertidumbre de cómo sería ese día para mí. 

Días atrás caminando por la carrera 30 con calle 1ra me encontré con una señora “muy señora” pero no tan adulta, más o menos de 47 años. Vestía  una chaqueta impermeable tenis y sudadera; me acerqué y con el pretexto de comprarle un Malboro le pregunté: ¿qué tal el día? ¿está como solo, no? (lo de siempre).  Así rompí el hielo con la señora (que me pidió no revelar su nombre, por eso la llamaremos Lucy) ella está ahí siempre para quienes le compran dulces y cigarrillos durante todo el día.

Luego de quejarnos del alcalde, de los trancones, de los maridos y hasta de los hijos, le pude comentar lo que pretendía: Yo tenía curiosidad: ¿cómo era la vida de una vendedora como ella?, ¿cuánto vendía al día?, ¿si le alcanzaba el dinero que hacía? ¿A qué peligros se exponía? entre otras, y mientras fumaba mi cigarrillo le propuse acompañarla y ser vendedora por un día con el fin de escribir una crónica, y adivinen: ¡Me dijo que no!. Sin preguntar por qué, le di las gracias, muy cordialmente le pague y aburrida me alejé, pensando que había hecho mal. Al día siguiente tipo seis de la tarde, regrese como quien pasaba camino a algún lado, la saludé de nuevo muy efusiva, esta vez fui vestida mucho más “doctora” con tacones, bien peinada, maquillada y demás (es que el primer día no parecía periodista y creo que se asustó). Volví a decirle si me permitía hacer el trabajo con ella, porque me generaba más confianza, con los demás vendedores que estaban cerca  me daba pena, y lo logré. La cita era el sábado a las siete de la mañana dos cuadras más arriba de donde conversamos, pues al lado de un supermercado guardaba el carrito por dos mil pesos diarios en un parqueadero.

Aunque llegué a tiempo tuve que esperarla, se le hizo tarde porque uno de sus hijos la quería acompañar para no quedarse en casa.

Lo primero es pagar el parqueadero, luego empujar dos cuadras el carrito con los dulces, colombinas, bombones, galletas, ponqués, juguitos y cigarrillos (mientras empujaba, mentalmente hacia el inventario de lo que tendría que vender ese día).

Llegamos al lugar, estaba medio sucio, así que con una escoba  corremos la tierra “para más abajo” y organizamos el espacio donde siempre la encuentran.

Luego de 20 minutos llega el primer cliente, un muchacho algo afanado pide un cigarrillo, él mismo lo toma, pregunta: ¿Cuánto es? -“Dos cincuenta” me da las monedas y se va.

Quedé fría, nunca imaginé que llegaría a hacer algo así, pensaba también que era más difícil. Por mi cabeza se me pasaban las personas que no quería que me vieran en esa situación, confieso que la palabra que me pasaba por la cabeza no era situación, más bien que no me vieran “haciendo el oso”.

Como a la quinta persona, una muchacha que me compró un Chocoramo, ya la pena se me había quitado, ahora sentía era la presión y los ojos de la señora seguramente se imaginaba que me le iba a volar con el producido.

Me senté a su lado y le hacía preguntas sobre la mercancía, ¿A cómo el jugo de naranja? por ejemplo o el Vive 100, pero mi objetivo no era saber el precio de los jugos, era más bien calmarla y acercarme a ella para mayor seguridad. 

Hacía sol, el ambiente era cálido y aunque era la mañana del sábado  me sorprendió mucho la cantidad de gente que tenía  que trabajar y estudiar; siempre supe que se laboraba, lo que realmente me sorprendió fue la cantidad de gente, pensé que era menos.

Hacía las 11:15 de la mañana ya había vendido siete cigarrillos, dos Gaseosas mini, un Chocorramo y nueve minutos a celular que costaban 300 pesos, llevaba menos de nueve mil y aún no era medio día, me di cuenta porque este tipo de trabajo informal es una excelente herramienta de sustento, sobre todo para las personas adultas a las que ya no les dan trabajo en una empresa, por alguna otra razón.

En mi cabeza rondaba la idea de cómo iba a escribir esta historia, como se llamaría y pensé  por supuesto en que tenía que hacer énfasis en la descripción de los clientes de mi pequeño negocio ambulante, en que ellos no tenían que ver con la localidad, en su mayoría llegaban desde muy lejos para trabajar en los locales cercanos, en los supermercados, talleres, almacenes o tenían que estudiar en el SENA de la carrera 30, pero no vivían por ahí.  “Uno que otro sale a coger el bus y vive por aquí cerquita y entonces me compra un cigarrillo o llama a la novia antes de llegar a la estación del Transmilenio” Me dice mi jefa.

Mientras estuve ahí, me aburrí, me deprimí, me reí sola de lo que hacía, no podía creerlo, me sentí la mujer maravilla y al tiempo la mujer más pobre y desdichada del mundo. Sentí pesar por esta mujer, por su  hijo, que debería estar en el parque, no sentadito esperando que su mamá vendiera algo para el mercado de la semana, porque el producido sería destinado para el arroz, el aceite y algo de papa, “mientras haya de eso en la casa, nadie se muere de hambre” Dijo la señora "Lucy".

Los vendedores son unos “berracos” entre menos tienen,  con más ganas quieren salir adelante. Al  dialogar con “Lucy” todos los vendedores del sector salen al día mínimo con 25 o 30 mil pesos por muy mal que les vaya. Se cuidan entre ellos, aunque los ciudadanos no estemos atentos, tienen un lenguaje de señas cuando hay algo raro en la calle. Entre ellos son unidos aunque trabajen en calle separadas, porque solo saben lo duro que es estar al sol y al agua allí, ¡y sí! Yo lo viví, no soporté más de medio día, no pude completar la jornada como lo hacen estas maravillosas personas.

A veces como compradores peleamos porque el chicle está 200 pesos más caro, pero ese el  precio que ellos le ponen al estar ahí en la calle facilitándonos la vida a los ciudadanos  que por el afán, el estrés y las obligaciones pasamos corriendo y si no los necesitamos ignoramos.

Por mi parte, luego del almuerzo cuando sentí frío y vi que la calle estaba cada vez más sola, me despedí con la excusa que debía llegar antes de lo pensado, por supuesto le agradecí y confieso que hasta la felicite. Yo vendí aproximadamente $ 13.550 pesos durante esas seis horas que estuve allí; se necesita paciencia y mucho amor por su familia para aguantar tanto, evidentemente los vendedores informales no tienen un jefe que los moleste todo el tiempo, pero están totalmente expuestos a las reglas de la calle, al sol, el frío y la lluvia.

Señoras y señores: Los admiro y les agradezco como ciudadana que tengan minutos cuando yo no tengo, o cositas de paquete que hacen mi agitado día más fácil. Supongo que la problemática, el orden, el manejo de los alimentos debe tener una regulación, pero de una manera sentimental me tocó muchísimo esta experiencia.

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