Terrorismos, hipótesis y oportunismos

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Foto: www.viva.org.co

El salvaje atentado de la bomba-lapa no era – es apenas obvio – un simple acto de amedrentamiento contra un antiguo ministro de Uribe Vélez, él mismo enemigo visceral de la guerrilla. Era un intento de asesinato en toda la regla.

Quienes ejecutaron el acto y quienes lo ordenaron pretendían literalmente despedazarlo junto con el vehículo en el que se movilizaba al lado de sus escoltas. Y lo deseaban hacer bajo una puesta en escena de violencia explosiva en medio de la ciudad congestionada de transeúntes, abierta simultáneamente a la imagen globalizada que emiten los medios de comunicación.  Algo así como si se tratara de un hecho que utiliza la violencia como el impacto en el que se integran el “sacrificio” y el “espectáculo”.

Pero, si a la victima escogida no se la iba asustar sino a liquidar físicamente; en cambio, tras el crimen se escondía la deletérea voluntad – así sea difusa – de atemorizar a otros, a los que están representados por quien ha sido objeto del ataque, a los que se ven retratados en las ideas de Londoño Hoyos y en cuyo universo el terrorista espera hacer cundir la inseguridad.
 
El terrorismo y el aparente debilitamiento del fuerte
 
Cuando el terrorismo se vierte en los moldes del atentado personal; es decir, en el asesinato selectivo – como ha sido el caso ahora; sus actos están  cargan con dos elementos; a saber, el sacrificio de quien es atacado y el mensaje de poder,  que va simbolizado en ese ejercicio sacrificial, o criminal, que para nuestro asunto da igual.
 
El “sacrificio” físico de un personaje, al que se le siega la vida, lleva envuelta una doble posibilidad, impresa en el código de intenciones del atacante: el castigo,  como una suerte de ajusticiamiento, contra el enemigo; pero también el auto-sacrificio que, respondiendo a la figura del “chivo expiatorio”, va en la dirección de matar a alguien del mismo campo de solidaridades de clase, de estamento o de partido. Y ello tiene lugar por el motivo inmediato que sea; pero en todo caso para asegurar la firmeza en las propias filas, de los que deben enlistarse frente al enemigo.
 
Por otra parte, el terrorismo, cualquiera sea su origen, quiere enviar el mensaje violento de que el débil, militarmente hablando, no es tan débil; ni que el fuerte lo es tanto como para no dejar ver esas vulnerabilidades que su enemigo pequeño se va encargar de poner al descubierto de una manera descarnada, con sus actos de horror.
 
La guerra de los terrorismos
 
En el escenario del conflicto armado en Colombia, hay antecedentes; no digamos ya de distintas violencias, lo que es más evidente; sino de varios terrorismos, diferenciados por su origen. El mafioso, el de la extrema izquierda guerrillera y el de una extrema derecha, menos explicito en su perfil pero real; un submundo, este último, especioso en el que bien pueden darse cita agentes estatales, individuos provenientes del crimen organizado y versiones cambiantes de una “mano negra” de carácter civil, que podría desaparecer o reaparecer, según las exigencias de la época.
 
Terrorismo mafioso fue aquel que en los años 80 hizo explotar una aeronave de Avianca en pleno vuelo; el mismo que asesinó a Luis Carlos Galán y al ministro Lara Bonilla.
 
Terrorismo guerrillero lo hubo muy seguramente cuando un carro bomba destruyó en 2003 el Club El Nogal, con sus víctimas inocentes adentro, y, cuando no hace muchos meses otro carro bomba de menor potencia fue activado frente a las instalaciones de Caracol Radio.
 
Por su parte, el terrorismo de las llamadas “fuerzas oscuras”, o de la extrema derecha armada, pudo estar detrás del atentado en 2005 contra el senador Germán Vargas Lleras, y del asesinado del que fue víctima, del modo más críptico y misterioso, el dirigente conservador Álvaro Gómez Hurtado.
 
Son todos ellos ejercicios violentos en los que se alternan el chantaje, la demostración de fuerza, la generación de temor y la creación de confusión.
 
Siendo todos, la expresión de derivas criminales; unos han tenido un sello ideológico, otros la marca del interés económico. En unos se ha levantado, con la humareda y el fogonazo, el aura maldita del ajusticiamiento, la pretensión del castigo. En otros, sinuosa y retorcidamente, el camino conduciría a esa especie de “auto–sacrificio”, con la víctima expiatoria escogida por la extrema derecha, dentro del propio campo de quienes defienden el statu-quo.
 
En principio, cualquiera de estos terrorismos podría ser, por sus antecedentes, el causante del salvaje acto contra el Ex-ministro del Interior; claro, sobre todo los de la guerrilla y de la extrema derecha armada, pues el de los narcotraficantes ha perdido actualidad con la desorganización de los grandes carteles de la droga.
 
Sin embargo, el escenario que ofrece una relación más clara y directa, menos acomodada a una laberíntica y maquiavélica visión conspirativa, es el de que sea la guerrilla de las FARC por la enemistad rabiosamente mutua entre esta organización y el blanco de lata que, por cierto señalado por aquella como un enemigo.
 
La pelea de las hipótesis
 
Pero, como nadie reivindica el atentado; y nadie lo hace porque seguramente no encaja en los muy positivos imaginarios que cada presunto responsable fabrica de sí mismo; el campo queda abierto para toda suerte de hipótesis. Hipótesis que son portadoras de las marcas de identidad que cada observador - o actor - transmite en sus actitudes.
 
En los observadores de izquierda, por ejemplo, no cabe la idea “absurda” de que las propias FARC arruinen con un acto de barbarie – además, un dislate en el terreno táctico – las posibilidades de un acercamiento para la paz, que  ellas mismas han pedido. Es algo que no pareciera casar con su racionalidad estratégica. Solo que la racionalidad que guía al grupo armado – por más de izquierda que se reclame – no es igual a la que orienta al analista. Este dirige su atención a la lógica de la cooperación, a los gestos de aproximación, mientras el actor armado, aun hablando de paz, puede preferir las demostraciones de fuerza, los golpes de ablandamiento. Los cuales conducirán de pronto a efectos contrarios. A los de incrementar la confrontación y no la distensión.
 
De ahí entonces que el analista de izquierda, más confiado en el lenguaje de la paz que en el de la guerra, se incline por pensar que el acto terrorista tenga su origen más probable en alguna innominada fuerza de ultraderecha, interesada en sabotear cualquier gesto de cooperación por parte del gobierno. Lo que no es imposible, pero exige, eso sí, una operación más forzada, con las volteretas que irían envueltas en esa suerte de auto-sacrificio, oficiado sangrientamente en las propias filas del Establecimiento y de quienes lo defienden a toda costa.
 
A su turno, en la derecha; sobre todo, en esa que habla de traiciones sufridas, en la que cada día adopta más el tono y el discurso de una brigada de choque; en ella no hay muchos razonamientos comprehensivos; tampoco prudencia ni una selección sopesada de hipótesis. Hay, en cambio, solo actitudes reflejas, respuestas pavlovianas.
 
El jefe y sus epígonos declaran al punto: son las FARC! Son esos terroristas! No aspiran a acertar para comprender. Solo les interesa señalar, impugnar, aunque acierten.
 
Y les importa gritar con el dedo índice extendido hacia el enemigo invariable; no necesariamente por un gesto de solidaridad con la víctima o por una voluntad de control comprensivo sobre la situación. No: lo hacen por el aprovechamiento político que brinda la ocasión.
 
Señalando automáticamente a las FARC (aunque estas efectivamente fueran las autoras, eso no les importaba) encontraban sobre todo la calva oportunidad para atacar al gobierno de Santos, tanto más si este se retenía y escogía, de momento, la prudencia para señalar al responsable, mientras aparecían las primeras pruebas.
 
La política de los oportunismos
 
El interés de ligar el señalamiento inmediato contra las FARC con la posibilidad de cuestionar al gobierno quedó plasmado de cuerpo entero en la declaración, el día de los hechos, promulgada por el ex presidente Uribe.
 
Al criticar a Santos por clientelista cuando su gobierno daba apoyo en el Congreso a una ley marco para la paz, que en palabras del ex presidente traería la impunidad para los guerrilleros y el derecho a que fuesen elegibles después del acuerdo de paz, Uribe Vélez abría así el terreno para todos los oportunismos y desviaciones en el debate político.
 
Sin que se disipara el humo del estallido ni el impacto del atentado, utilizó el ánimo que sobreviene después de un suceso de esa naturaleza para atacar al gobierno por débil y clientelista y para atajar de paso cualquier esquema que permita negociaciones de paz en el futuro. ¡Toda una demostración de un oportunismo sombrío y sin hígados! ¡Una joya de la política pero al revés! Se trata de una modalidad en la que se exhibe un gran sentido de la oportunidad, pero lastrado por la demagogia con la que arrastra; pues se aprovecha el espíritu apesadumbrado y el repudio natural de la opinión para desviarlos hacia el interés particular del dirigente; en este caso, su animadversión frente a un remoto acuerdo de paz, como si este tuviese por anticipado la culpa de algo que todavía no está en el entramado de su contexto.
 
Esta explotación demagógica de los acontecimientos dolorosos anuncia que en adelante cualquier hecho que, emergiendo del conflicto, afecte a las Fuerzas Armadas o al mundo político o a la sociedad civil, será sometido a las tensiones que provoca la fractura entre el santismo y el uribismo.
 
En tal sentido, habrá de modo inevitable una retroalimentación entre los ataques de las FARC y el proyecto político de Uribe, quien siempre encontrará allí el apoyo para intentar una disminución del respaldo que tenga Santos en la opinión y en la “clase política”.
 
En medio de esas condiciones, el editorialista de El Tiempo, sermoneaba con elegancia a Santos y a Uribe, pero sobre todo a éste, para que tuviesen un gesto de grandeza y depusieran en la hora la pugnacidad de su desencuentro, algo que pareciera fuera de toda discusión.
 
Solo que olvida algo elemental que brota a ojos vista: que la baza en la partida de cartas que realiza Uribe es, ahora, más la división que la unidad. Es con la primera que le puede abrir campo a su movimiento. De lo contrario, se condenaría a perecer lentamente, ahogado en el líquido dulce pero viscoso del santismo.
 
Por: Ricardo García Duarte
  Politólogo – Director IPAZUD
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